La correa volaba sobre su cabeza,
marcando su cuerpo
al ritmo que bailaba su castigo.
No era su culpa,
pero pagaba por un mal
que tiempo atrás no se supo arreglar.
La respiración era fuerte,
tormentosa,
cobarde.
La tristeza se apoderaba de su cuerpo
mientras azotaba con fuerza,
una y otra vez
a su propio error.
No era él quien recibía,
sino el que repartía,
el que sentía con horror
el dolor del castigo.
En un papel que juró que nunca haría
se volvió el ejecutor ante el castigado.
Sintiendo que su respiración le agarraba el pecho,
empuñando su corazón,
perdiendo sus principios.
Azotando a la bestia
por su propio error.
Las manos se llevó a la cabeza,
calmando su corazón
al ritmo de la respiración,
contemplando aquello que ama,
aquello que acaba salvajemente de ajusticiar,
sin ser juez,
ni ministro de la justicia
tan solo el culpable del principio
y el responsable del final.
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