Era una tarde típica del final del invierno, de tonos grisáceos y luz opaca. Los signos no eran favorables, ya que las sensaciones se masticaban desde hacía días.
Habían quedado en aquel parque que tantos recuerdos le traían. Sus primeros días en Barcelona, sin mapa que seguir, solo una aventura y una vela robada de una iglesia para dar lumbre a sus colillas. Justo aquel parque, donde pensaba en aquel tiempo de la vela robada; cual había sido el motivo de una escultura como aquella? La Dona i l´ocell.
Allí la esperó. Justo y casualmente cuando más la quería. Jamás, en aquella época tuvo nada que dar. Apenas podía mantenerse, nadie le daba la mano y mucho menos una oportunidad, por mucho que llegaría, aunque fuera tarde. Nunca jamás tampoco, aunque suene elocuente dudó de lo que era capaz, sino que no era su momento. Pero allá esperó paciente a su encuentro y así llegó. Tan menuda, tan indiferente y tan segura de lo que acontecía.
Al verla llegar, un beso en la mejilla le plantó en plan de bienvenida, de magnificencia efervescente, de condescendía transitoria.
Sin haber discutido jamás de los jamases, ni haberse percatado de alguna que otra demora, ya sea amorosa, personal o carnal; ella comenzó a largar todas y cada una de las calamidades de mi ser.
Tal fue el estruendo que en mi, la boca sellada se halló.
No así fue mi cerebro que decía y repetía que sucesos así ni amaba, ni quería, ni deseaba volver a sentir.
Y heme aquí que me hallo, languideciente y absorto sin nadie que me socorre. Esperando lo esperable, que es justo aquello que no espero ni deseo. Bajo un subyugo incandescente de desazón marchito en los mil pedazos de un corazón que aun hoy en día no recuperé, ni lo espero. Donde el nada vale todo y el algo ya se verá; depende de donde cotice. Jamás del subyugo de mi alma, sino del atisbo de lo que crea que me ame.